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Gedicht

Eduardo Cote Lamus

Estoraques

The wind that comes and the wind that goes
are actually unrelated to time.
The time in another place where the man
capable of his destiny drew the air,
the weapon of his dreams, and tilled
the earth to be wary of it.
That was in the land of men.
There a city fulfilled life,
if in greatness it is willed, above
the auspicious shining skies
where the power of all the gods
built empires, girded the brows
of hills, found the laws,
lived with the human, giving peerless
breath to victory.
That hill is the scion of the god’s
noble thoughts. And if we watch
from the top of the highest year
we see the she-wolf feeding Romulus
and the city that emerged into the world
crowned with feats and temples.
True, the Palatine is different.
All history fits into the eyes
and so the ruins prove to us.
Thus we can see the stones
punctually arranged by Augustus
who also understood that poets
were the glory and honor of his government,
and was friend to Virgil, who sang
the land reform:
none other is the purpose of the Georgics
where furrows are still cool
and wheat still growing,
where the harvests are measured,
and the strength needed for the arm
that throws the seed,
the property, the law of vineyards
for wine to burst like light,
inebriating like light however red
its flame.
And there, too, was Horace,
the master of numerous meters,
who sharpened the epigram like an ax
and grew words like no one else.
The Palatine is inside time.
Its bulk is like a fist shaken at the sky,
in its ruins cursing for the old
days. The north wind beats against
its pride, and its skin, the prisoner of light,
catches fire every evening at sundown.
Matters are very different here.
The odd column, lone riverbeds,
earth like sunless shadow, shadows
like embers: trees do not exist. Only thirst
and a village that circles the square
to go to the graveyard or the waterless
river. On the other side walls
with a cross, and on the other side, too, crosses
where death dreams of the dead.
The wind that comes and the wind that goes
know something about all this: time does not.
Time is in Sumer, in Babylon,
in Thebes, in Nineveh, in Egypt, in Crete,
in the Parthenon, in the museums, in Xenophon,
in the walls, in ideas, in politics:
bones of civilization.
Here is a kingdom of earth and sandstone,
wonderfully thirsty.

Estoraques

Estoraques

El viento que viene y el viento que va
no son nada, en realidad, del tiempo.
El tiempo en otro sitio donde el hombre
capaz de su destino, trazó el aire,
el arma de sus sueños, y la tierra
labró para guardarse de ella.
Esto fue en el terreno de los hombres.
Una ciudad allí cumplió la vida
si en grandeza se quiere más arriba
de los propicios cielos fulgurantes
donde el dominio de los dioses todos
hizo imperios, circunvaló las sienes
de las colinas, encontró las leyes,
convivió con lo humano dando aliento
sin par a la victoria.
Esa colina es hija de los nobles
pensamientos del dios. Y si miramos
desde la cumbre del año más alto
vemos la loba alimentando a Rómulo
y la ciudad que fue surgiendo al mundo
coronada de hazañas y de templos.
El Palatino, cierto, es diferente.
Toda la historia cabe en la mirada
y las ruinas así nos lo demuestran.
De modo que podemos ver las piedras
puntualmente ordenadas por Augusto
quien también entendió que los poetas
eran la gloria y prez de su gobierno,
fue amigo de Virgilio, el que hizo cantos
a la reforma agraria:
otra no es la intención de las Geórgicas
en donde están aún los surcos frescos
y los trigos germinan todavía,
y en donde están medidas las cosechas,
la necesaria fuerza para el brazo
que lanza la semilla,
la propiedad, la ley de los viñedos
para que el vino estalle como luz,
embriague como luz aunque su llama
sea roja.
Y por ahí también anduvo Horacio,
dominador de numeroso metro,
que afiló como a un hacha el epigrama
y cultivó palabras como nadie.
El Palatino está dentro del tiempo.
Su mole es como un puño alzado al cielo
en su ruina imprecando por los días
antiguos. El tramonto le golpea
su soberbia, y su piel, presa de luz
se incendia cada tarde en el crepúsculo.
Aquí el asunto es muy distinto.
Una que otra columna, cauces solos,
tierra como de sol sin sombra, sombras
como ascuas: los árboles no existen. Sólo sed
y un pueblo que da vueltas a la plaza
para ir al cementerio o hasta el río
sin agua. Del otro lado una muralla
con una cruz, y del otro también, con cruces
donde la muerte sueña con los muertos.
El viento que viene y el viento que va
saben algo de todo esto: el tiempo, no.
El tiempo está en Sumeria, en Babilonia,
en Tebas, en Nínive, en Egipto, en Creta,
en el Partenón, en los museos, en Jenofonte,
en los muros, en las ideas, en la política:
huesos de la civilización.
Aquí hay un reino de tierra y arenisca
maravillosamente sediento.
Eduardo Cote Lamus

Eduardo Cote Lamus

(Colombia, 1928 - 1964)

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Estoraques

El viento que viene y el viento que va
no son nada, en realidad, del tiempo.
El tiempo en otro sitio donde el hombre
capaz de su destino, trazó el aire,
el arma de sus sueños, y la tierra
labró para guardarse de ella.
Esto fue en el terreno de los hombres.
Una ciudad allí cumplió la vida
si en grandeza se quiere más arriba
de los propicios cielos fulgurantes
donde el dominio de los dioses todos
hizo imperios, circunvaló las sienes
de las colinas, encontró las leyes,
convivió con lo humano dando aliento
sin par a la victoria.
Esa colina es hija de los nobles
pensamientos del dios. Y si miramos
desde la cumbre del año más alto
vemos la loba alimentando a Rómulo
y la ciudad que fue surgiendo al mundo
coronada de hazañas y de templos.
El Palatino, cierto, es diferente.
Toda la historia cabe en la mirada
y las ruinas así nos lo demuestran.
De modo que podemos ver las piedras
puntualmente ordenadas por Augusto
quien también entendió que los poetas
eran la gloria y prez de su gobierno,
fue amigo de Virgilio, el que hizo cantos
a la reforma agraria:
otra no es la intención de las Geórgicas
en donde están aún los surcos frescos
y los trigos germinan todavía,
y en donde están medidas las cosechas,
la necesaria fuerza para el brazo
que lanza la semilla,
la propiedad, la ley de los viñedos
para que el vino estalle como luz,
embriague como luz aunque su llama
sea roja.
Y por ahí también anduvo Horacio,
dominador de numeroso metro,
que afiló como a un hacha el epigrama
y cultivó palabras como nadie.
El Palatino está dentro del tiempo.
Su mole es como un puño alzado al cielo
en su ruina imprecando por los días
antiguos. El tramonto le golpea
su soberbia, y su piel, presa de luz
se incendia cada tarde en el crepúsculo.
Aquí el asunto es muy distinto.
Una que otra columna, cauces solos,
tierra como de sol sin sombra, sombras
como ascuas: los árboles no existen. Sólo sed
y un pueblo que da vueltas a la plaza
para ir al cementerio o hasta el río
sin agua. Del otro lado una muralla
con una cruz, y del otro también, con cruces
donde la muerte sueña con los muertos.
El viento que viene y el viento que va
saben algo de todo esto: el tiempo, no.
El tiempo está en Sumeria, en Babilonia,
en Tebas, en Nínive, en Egipto, en Creta,
en el Partenón, en los museos, en Jenofonte,
en los muros, en las ideas, en la política:
huesos de la civilización.
Aquí hay un reino de tierra y arenisca
maravillosamente sediento.

Estoraques

The wind that comes and the wind that goes
are actually unrelated to time.
The time in another place where the man
capable of his destiny drew the air,
the weapon of his dreams, and tilled
the earth to be wary of it.
That was in the land of men.
There a city fulfilled life,
if in greatness it is willed, above
the auspicious shining skies
where the power of all the gods
built empires, girded the brows
of hills, found the laws,
lived with the human, giving peerless
breath to victory.
That hill is the scion of the god’s
noble thoughts. And if we watch
from the top of the highest year
we see the she-wolf feeding Romulus
and the city that emerged into the world
crowned with feats and temples.
True, the Palatine is different.
All history fits into the eyes
and so the ruins prove to us.
Thus we can see the stones
punctually arranged by Augustus
who also understood that poets
were the glory and honor of his government,
and was friend to Virgil, who sang
the land reform:
none other is the purpose of the Georgics
where furrows are still cool
and wheat still growing,
where the harvests are measured,
and the strength needed for the arm
that throws the seed,
the property, the law of vineyards
for wine to burst like light,
inebriating like light however red
its flame.
And there, too, was Horace,
the master of numerous meters,
who sharpened the epigram like an ax
and grew words like no one else.
The Palatine is inside time.
Its bulk is like a fist shaken at the sky,
in its ruins cursing for the old
days. The north wind beats against
its pride, and its skin, the prisoner of light,
catches fire every evening at sundown.
Matters are very different here.
The odd column, lone riverbeds,
earth like sunless shadow, shadows
like embers: trees do not exist. Only thirst
and a village that circles the square
to go to the graveyard or the waterless
river. On the other side walls
with a cross, and on the other side, too, crosses
where death dreams of the dead.
The wind that comes and the wind that goes
know something about all this: time does not.
Time is in Sumer, in Babylon,
in Thebes, in Nineveh, in Egypt, in Crete,
in the Parthenon, in the museums, in Xenophon,
in the walls, in ideas, in politics:
bones of civilization.
Here is a kingdom of earth and sandstone,
wonderfully thirsty.
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Nederlands Letterenfonds
Stichting Van Beuningen Peterich-fonds
Prins Bernhard cultuurfonds
Lira fonds
Versopolis
J.E. Jurriaanse
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Stichting Verzameling van Wijngaarden-Boot
Veerhuis
VDM
Partners
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